El director de Moonrise Kingdom vuelve a deleitarnos
con las extravagantes aventuras del conserje Gustave H., al que da vida el
siempre sublime Ralph Fiennes.
Por Juanma Fernández
Twentieth Century-Fox |
Puntuación: 8,5
Desde que Wes Anderson (Los Tenenbaums) empezara a colaborar con el compositor Alexandre Desplat (Fantástico Sr. Fox) su intachable filmografía ha dado un sutil y delicado giro, inapreciable seguro para la mayoría de la audiencia. Aparentemente los elementos de la ya lejana Academia Rushmore siguen estando, así como Bill Murray: inadaptados soñadores, humor inteligente y una fotografía simétrica basada en colores primarios. Pero a partir de la preciosa fábula del zorro que no podía dejar de robar gallinas, la obra de Anderson adquiere el matiz de relato para niños, ese del que muchos nos resistimos a desprendernos.
El gran hotel Budapest
comienza con una chica sosteniendo un libro frente a un monumento al autor de dicho libro, luego retrocede hasta el tiempo en que dicho
escritor conoce al dueño del decadente hotel del título, Zero Moustafa, y éste
le cuenta la historia que inspiró sus memorias. Así nos trasladamos a la Europa
de entreguerras de 1932, cuando Zero (Tony
Revolori) es contratado por el conserje Gustave H. (Ralph Fiennes) y juntos viven una increíble aventura con polémicos
testamentos, nazis, fugas carcelarias, monasterios, persecuciones en esquís y
dulces enamoradas.
Wes Anderson ama su profesión, ser un incomprendido no es algo que
le preocupe, al igual que al recientemente oscarizado Spike Jonze (Her), y
contagia al espectador su pasión por el cine como medio de expresión artística.
El
gran hotel Budapest puede resultar excesiva, absurda e irrelevante, características
que hacen de ella una auténtica delicia para los seguidores del realizador
estadounidense. Lo importante no es cómo llegó a convertirse Zero en gerente,
sino cómo se desarrolla su amistad con el inigualable Gustave H. y cómo nos
arranca unas lágrimas de la forma más honesta y mágica.
Lo mejor: su originalidad.
Lo peor: distraerse en exceso con el irresistible envoltorio.
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